El pasado domingo fallecía tras una larga enfermedad, como suele decirse en estos casos para no hablar de cáncer, Leandro Marín Muñoz. Con su muerte también se va una parte de mi vida (o de mí mismo, mejor dicho) que, a pesar de pertenecer a un pasado casi remoto, nunca la había dado por acabada. Hasta ahora.

Campus de la Merced, el corazón de la Universidad de Murcia, una mañana de otoño de 1988. Allí unos cuantos esperábamos para entrar al primer examen de la fase regional de la Olimpiada Matemática. Era difícil no fijarse en él, con sus botas militares y su mirada que, además de inteligencia, transmitía una especie de voluntad y determinación férreas. Supongo que algo parecido debieron sentir quienes conocieron a un joven Napoleón Bonaparte o tuvieron frente a sí a un joven Julio César. Leandro había nacido para triunfar y eso es algo difícil de no percibir. Recuerdo años después, en casa de sus padres, como al abrir un armario se desparramaban por el suelo un buen número de diplomas y premios, anteriores a su entrada en la universidad, cuando todavía estudiaba en los Maristas. Por azares de la vida no me pude presentar a la fase nacional de la Olimpiada Matemática. Leandro sí estuvo y al quedar entre los cinco primeros, pudo asistir a la fase internacional que se celebraba ese año en Brunswick, el pueblo natal de Carl Friedrich Gauss.

Volvimos a encontrarnos al comienzo de la Licenciatura en Matemáticas, y siendo él de los pocos que conocía antes de entrar en la universidad, desarrollamos una relación estrecha desde ese mismo momento. Tras los primeros exámenes, parecía claro que estábamos destinados a acaparar las mejores calificaciones de nuestra promoción, con lo que se estableció una sana rivalidad entre nosotros. Mi padre sabía de Leandro, lo consideraba casi un ser mitológico y me preguntaba con frecuencia por él. Curiosamente, la madre de Leandro me revelaba en el tanatorio que en su casa yo tenía una consideración parecida… no obstante, Leandro me ganaba por goleada: no sólo hacía las tareas correctamente, sino que las presentaba impresas mientras que yo entregaba unos tristes folios manuscritos. A pesar de eso y otras distracciones, al final no se me dio tan mal. Leandro y yo fuimos los únicos de nuestra promoción (excluyo algunos compañeros que cambiaron de universidad durante los últimos cursos) que apostamos por realizar el doctorado.

Compartimos despacho un tiempo, mientras él hacía su tesis en Teoría de Categorías y yo aún no había encontrado mi lugar en la investigación. Nunca supe qué atractivo veía en los diagramas de flechas y esos resultados tan poco intuitivos. Tras el doctorado, no tardó mucho tiempo en escalar posiciones en política universitaria, llegando a decano de la Facultad de Informática, posteriormente vicerrector de Información, Comunicación e Innovación, amén de otros cargos, incluso en la Comunidad Autónoma. En este punto, nuestras trayectorias laborales se separaron bastante, ya que yo opté por una vida académica más tranquila, además de odiar la gestión. Pero en 2004, diez años después de haber acabado la licenciatura, Leandro me pidió que hiciéramos el Camino de Santiago juntos. Era un momento especial para él, ya que Teresa, su esposa, estaba esperando una niña. El relato de esa aventura en uno de los primeros posts de este blog.

Con el nacimiento de Teresita Baby, nos distanciamos un poco más (yo también he experimentado algo parecido desde que Matías Jr. entró en escena). Leandro pasó unos años trabajando para Philips, en Holanda, a donde viajaba frecuentemente. Nunca me dio detalles de lo que hacía allí, respetando el NDA que tenía firmado con la multinacional, pero imagino que tenía que ver con sus capacidades como programador. En una época en la que los monitores de ordenador eran monocromáticos, Leandro escribía comandos en C a velocidad de estenógrafo en una línea infinita (ausencia de retorno de carro) sin mirar al teclado y ni casi a la pantalla. En resumen, Leandro alcanzó el éxito en la vida académica, la alta gestión y en el mundo de la empresa.

Hay muchas más cosas que podría contar de Leandro, pero es momento de ir cerrando el post. Tras la noticia de su muerte se han amontonado los recuerdos en mi mente y la certeza desoladora de que todo eso ha quedado atrás, como mi juventud: ha dejado de ser presente perfecto para ser pasado simple (disculpas por seguir la terminología gramatical inglesa, más adecuada para lo que quiero decir). Aquí queda mi pequeño homenaje al compañero con el que rivalizaba y al amigo al que admiraba.

Un post precioso, Matías. Siento la perdida. Un abrazo.
Matías suscribo tus palabras plagadas de una gran sensibilidad. No es extraño conociéndote.
Yo únicamente pude conocer brevemente a Leandro durante los dos primeros cursos de carrera, pero fue suficiente para percibir de inmediato su manera de «pisar fuerte» en la vida. Recuerdo que traía su camiseta de las olimpiadas puesta en algún examen y su porte militar. También a mí me ha hecho retroceder unos años y redescubrir de nuevo esa etapa de la vida.
Sit tibi terra levis
Gran homenaje que Leandro, caso de haberlo leído, habría apreciado como muestra de una amistad por encima de la erosión del tiempo. Yo, que ando hoy paseando por las calles de mi Ceuta natal, rememorando a los amigos que fueron y tarareando sin poder evitarlo el tango Volver, me he sentido identificado con los párrafos finales, y más llevándote, como te llevo, una buena cantidad de años más.
Gracias por escribir algo tan bonito con estos momentos compartidos con Leandro.
Te debo un café y un rato.