Los cuatro apellidos de Alexandra

Nunca la conocí en persona. Sólo a través de sus trabajos, cuando me estaba formando en Teoría de la Medida durante mis años de estudiante de doctorado. Tenía que leer varios artículos de «un» tal A. Ionescu-Tulcea sobre existencia de liftings. Intentaré explicar un poco esto, sin entrar demasiado en detalles técnicos. En espacios de funciones medibles se consideran como elementos clases de funciones, ya que se identifican como iguales las que difieren en un conjunto de medida nula. Esto implica, por ejemplo, que la evaluación puntual (de funciones) no se puede usar para definir nada. Un lifting en un espacio de funciones medibles es una selección que extrae de cada clase de funciones una única función, de manera que se preservan las propiedades algebraicas. Esto sí que permite el uso de las evaluaciones puntuales y, en cierto modo, reconcilia Medida con Topología.

Alexandra, en una foto de juventud (tomada de la prensa Rumana).

No espero que el lector ocasional entienda absolutamente nada de lo anterior, pues es difícil incluso para los profesionales. Los teoremas de lifting son muy profundos. Siguiendo una regla no escrita en la investigación matemática que dice «nunca usar teoremas cuya demostración no haya sido comprendida completamente» evité citar a Ionescu-Tulcea en mi tesina. No obstante, unos años después tuve que usar esta teoría en un artículo, por lo que me referí a un trabajo firmado por A. Bellow, que resultó ser la misma persona. Fue entonces que comencé a atar cabos… No es el único caso de una mujer científica que firma en cada momento con el apellido «que le toca por casamiento», pero ciertamente es una gran matemática y su interesante vida merece ser conocida.

Alexandra Bagdasar

Alexandra nació en 1935 en Bucarest. Sus padres, ambos médicos, fueron pioneros de la Neurociencia en Rumanía. El punto de inflexión de sus carreras ocurre cuando en 1927 se desplazaron a Boston. El padre de Alexandra, Dumitru Bagdasar, estudió neurocirugía con Harvey Cushing. Mientras, su madre, Florica Bagdasar, se formaba como psiquiatra con una beca Rockefeller. Aunque podrían haber iniciado una carrera profesional en USA, el matrimonio Bagdasar regresó a Rumanía en 1929. Muy comprometidos con las clases más desfavorecidas, ingresaron en el partido comunista desempeñando cargos importantes, aunque el contacto con occidente los mantendría bajo sospecha a los ojos del aparato de Stalin.

La familia Bagdasar.

Dumitru trabajó intensamente atendiendo heridos durante la Segunda Guerra Mundial y fue nombrado ministro de Sanidad en 1945. Un cáncer de pulmón acabó prematuramente con su vida en 1946 y su esposa lo sucedió en el cargo. Así Florica Bagdasar se convirtió en la primera mujer en formar parte de un gobierno rumano. Pero a comienzos de los años 50 comenzó una campaña de desprestigio contra ella. Apartada del cargo, posteriormente fue detenida sin explicación ninguna y encarcelada durante dos años, lo que fue tremendamente duro para Alexandra que era recibida en la escuela como una «apestada». Cuando terminó el terror stalinista en 1956, mejoró la situación de Florica. Le ofrecieron reincorporarse al partido, pero ella rehusó. En 1957 fue nombrada vicepresidenta de Cruz Roja en Rumanía. Su estatus le permitió viajar varias veces a USA, donde Alexandra se estableció. Florica murió en 1978, todavía tras el Telón de Acero.

Alexandra Ionescu-Tulcea

Alexandra ingresa en 1953 en la Universidad de Bucarest para estudiar Matemáticas. Su profesor de Análisis Matemático durante el primer curso fue Cassius Ionescu Tulcea, notable probabilista, aunque con el tiempo sería eclipsado por Alexandra. Se casaron en 1956, antes de que ella concluyera los estudios (un mensaje tranquilizador a los padres de estudiantes de Matemáticas: esto no ocurre hoy día, y mucho menos en la Universidad de Murcia). Al año siguiente acompaña a su marido a la Universidad de Yale, donde ella realiza el doctorado bajo la dirección de Shizuo Kakutani, famoso matemático muy conocido por su teorema de punto fijo, y un poco menos conocido por demostrar la propiedad de Banach-Saks en los espacios uniformemente convexos (disculpas por barrer para casa).

Escultura móvil de Alexander Calder, que puede verse como una interpretación artística del concepto de martingala (obra de 1960, foto tomada de una página de subastas).

Alexandra y Cassius firmarían un total de diez artículos, con un repetido Ionescu Tulcea en el encabezado. Durante la estancia en Yale, la pareja resolvió un problema importante en Teoría de Martingalas. Esto les permitió mejorar sus aspiraciones profesionales, desplazándose como profesores titulares (associate professor) a la Universidad de Illinois Urbana-Champaign, donde tuvieron que hacer una excepción en su reglamento interno contra el nepotismo. Posteriormente, se establecieron en la Northwestern University, también en Illinois. Allí, en 1969 la pareja pondría fin a su matrimonio.

Alexandra Bellow

Saul Bellow, escritor canadiense que renovó la narrativa norteamericana en la década de los 50, se convirtió en 1974 en el segundo marido de Alexandra. Sin embargo, para él era su cuarto matrimonio. Dos años después, en 1976, Saul recibió el premio Nobel de literatura. Tras el divorcio de Cassius, Alexandra estuvo sometida a presiones de su exmarido para que dejara de usar su apellido y adoptó Bellow como gesto de confianza en su nuevo matrimonio. De esta decisión reconoce haberse arrepentido después y recomienda a las mujeres que deseen labrarse una carrera en investigación que publiquen con sus apellidos de nacimiento. Los veinte años de diferencia entre Alexandra y Saul no fueron tanto problema como los diferentes intereses de sus profesiones. Se divorciarían en 1985, no sin que antes Alexandra sirviera de inspiración para varias obras del literato.

Alexandra con Joram Lindenstrauss en Oberwolfach 1975 (foto tomada del archivo fotográfico del propio centro)

Como Alexandra Bellow firmó sus trabajos más importantes, particularmente en Teoría Ergódica, una disciplina matemática con aplicación en Física Estadística. Los matemáticos, además de demostrar teoremas y, eventualmente, construir teorías, proponen problemas. Los problemas no son únicamente resultados que no salen o conjeturas, sino que pueden indicar nuevos caminos interesantes para la investigación matemática. La solución dada por Jean Bourgain a uno de los problemas propuesto por Alexandra en 1981 en  Oberwolfach es parte de los méritos por los que recibió la Medalla Fields en 1994. Elon Lindenstrauss, hijo de Joram Lindenstrauss (autoridad en espacios de Banach, en la foto arriba) recibió también la Medalla Fields en 2010 por sus contribuciones a la Teoría Ergódica.

Alexandra Calderón

El mejor matemático argentino comenzó su carrera profesional como ingeniero para la petrolera YPF, convencido por su padre que con la Matemáticas no se podría ganar la vida. Afortunadamente, la trayectoria de Alberto Calderón fue reconducida para las Matemáticas por el profesor bonaerense Alberto González Domínguez y nuestro insigne don Julio Rey Pastor. Calderón viajó a Chicago en 1949, donde realizaría la tesis bajo la dirección de Antoni Zygmund y, junto con él, fundaría la Chicago School of Hard Analysis, nombre oficioso pero muy descriptivo. Alexandra y Alberto se conocieron en 1975 en el MIT como consecuencia de tener que compartir despacho durante un semestre.

Alexandra con Alberto Calderón en Oberwolfach 1990 (foto tomada del archivo fotográfico del propio centro).

Cuando se casaron en 1989, Alberto llevaba cuatro años viudo de su primera esposa. En noviembre de ese mismo año cayó el muro de Berlín y en diciembre el régimen comunista de Nicolae Ceaușescu en Rumanía. Alexandra siguió firmando con el apellido Bellow, aunque en algún artículo añadió Calderón. Alberto fue un gran estímulo intelectual para Alexandra y discutían frecuentemente sobre matemáticas, aunque eso se materializó únicamente en dos artículos firmados juntos. Alexandra se jubiló anticipadamente en 1997 con la esperanza de poder pasar más tiempo y viajar con Alberto, pero él enfermó y murió en la primavera del año siguiente. Alexandra vive todavía. El último reconocimiento que recibió, por parte de la AMS, fue en 2017.

Para saber más

Si os ha gustado Los cuatro apellidos de Alexandra, podréis encontrar más información en Internet. Además de la entrada en Wikipedia y sus enlaces, si se va cambiando adecuadamente el idioma, para elaborar este post he consultado el artículo autobiográfico de Alexandra Bellow en la Gaceta de la RSME publicado en 2002, y una entrevista para Adevarul (en rumano) publicada en 2014.

Mi primer «contacto» con Alexandra, antes de saber como se llamaba… mi admiración por ella no ha hecho más que aumentar a medida que he ido sabiendo sobre sus logros y su vida.

Tres cosas

Según parece, fue el poeta cubano José Martí el primero que enumeró las tres cosas que uno debía hacer durante la vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. En un orden diferente, he puesto un check en cada ítem. Ahí va una reflexión de cierre de año, y quizás, de fin de ciclo.

Cultivo una rosa blanca… célebre poema de José Martí. En la foto, una rosa del desierto, con pseudomorfismo en calcedonia, de Molina de Segura.

Plantar un árbol

La primera cosa que planté, viviendo en la casa cuartel de la Guardia Civil de Archena, fue un ajo en un vasito de Danone con tierra. La planta creció y al cabo de un tiempo, cuando se marchitó, recuperé el bulbo que había sido capaz de producir: una diminuta y redonda cabeza de ajo de un solo diente. Recuerdo con la misma curiosidad y emoción haber visto crecer distintas legumbres. No es algo que pasa de un día para otro. Incluso los milagros requieren paciencia. Tras la jubilación, mi padre dedicó la mayor parte de su tiempo libre a la agricultura. Varios almendros, de los muchos que tenía la finca en El Cañarico, fueron injertados con frutales (melocotón, albaricoque, ciruela), además había un cerezo, dos higueras, un nogal, un caqui, un peral, manzanos enanos… Pero al cabo de los años, la biodiversidad de nuestro huerto se redujo. Mi padre no era un buen agricultor… ciertamente, tampoco tenía por qué serlo.

Preparando leña para el invierno en siglo pasado, con un hacha RO tradicional comprada en una ferretería de Bilbao.

El caso es que no sólo he plantado árboles, sino que durante muchos años mi vida ha estado ligada al ritmo de los árboles. Pocos paisajes me sobrecogen más que el de los campos de almendros en flor. Por eso, atesoro en mi memoria el haber visto la floración de los almendros en agosto, en Chile. Pero los almendros también dan mucho trabajo, particularmente cuando llega el momento de la cosecha. Tengo un buen recuerdo del tiempo que pasaba realizando tareas monótonas: mientras regaba los árboles con manguera y paciencia, leía Don Camilo, Tom Sawyer, Diario de un emigrante o Viaje a La Alcarria. Y hablando de árboles, también he visto como, a pesar de todo, algunos se secaban. Los he arrancado, troceado con hacha y disfrutado del calor que producen al arder durante aquellos inviernos fríos de verdad, antes de la llegada del cambio climático.

Escribir un libro

En algún momento de la infancia me propuse escribir todas las fórmulas que conocía (áreas, volúmenes, cinemática…). Me pareció decepcionante que unos pocos folios bastaran. Entonces no sabía que lo verdaderamente relevante es el cómo se obtienen esas fórmulas, el razonamiento o demostración. El resultado final, la fórmula aislada, a pesar de su utilidad, puede considerarse una mera anécdota. Mucho más adelante, en la universidad, comencé a redactar matemáticas de manera extensa y llegaron los primeros resultados originales: la tesina de licenciatura, la tesis doctoral, por supuesto, los artículos y colaboraciones en libros, materiales docentes… pero esos no son los libros, o las páginas, que cuentan, tal como entiendo la frase de José Martí.

Para escribir es muy conveniente haber leído antes… un café de una pequeña ciudad francesa, con la edición en francés de El cielo protector.

Aseguran que en momentos próximos a la muerte, toda tu vida pasa ante tus ojos como una película. Esta idea me obsesionó durante un tiempo. Quería que mi película fuera realmente buena, lo que no tiene nada que ver con los finales felices, como saben los aficionados al buen cine. Diría que he hecho bastantes cosas extrañas más que por el posible placer de hacerlas, por el placer de recordarlas durante el resto de mi vida… aunque esto puede que sea hedonismo retrospectivo, porque en la intensidad del momento no se repara en tales cosas. Ahora, con el motor funcionando a menos revoluciones, no puedo evitar pensar en si las escenas más destacadas de mi película personal deberían quedar, al menos, por escrito. Que no me pase lo mismo que al replicante de Blade Runner y que esos momentos se pierdan como lágrimas en la lluvia. No soy un Houellebecq capaz de combinar magistralmente divagaciones filosóficas con la sordidez más cruda. Así que, con poco talento y demasiada vergüenza, practico en este blog la redacción de mis aventuras, eso sí, muy descafeinada. Éste es, de momento, mi libro.

Tener un hijo

Reconozco que durante el embarazo de Tere tuve una sensación extraña respecto a ese pequeño ser que se estaba desarrollando. Esperaba que en algún momento surgiera en mi interior el “sentimiento paternal”. Trataba de imaginarme con mi hijo saliendo al monte y enseñándole cosas sobre la naturaleza y las piedras. Pero había como un vacío que debía rellenarse con eso de «te va a cambiar la vida» que todo el mundo repetía con la insistencia de una consigna. Y así fue hasta que llegó el momento… Mientras Tere estaba en el postoperatorio, me encargué de realizar el piel con piel: parece que es muy importante que los bebés, tras el trauma que supone abandonar el útero, sigan sintiendo el calor y el latido de quien los cuida. La enfermera me dijo como sostenerlo y durante dos horas no dejé de mirar a esa pequeña criatura que dormía sobre mi pecho y, de vez en cuando, gemía. No sabría decir si era amor, pero sentía que tenía que protegerlo porque, hasta que se repusiera su madre, sólo me tenía a mí.

A punto de cumplir cuatro meses.

Ya han pasado cuatro meses desde entonces, pero aún estamos conociéndonos. Mantenemos una rudimentaria comunicación en la que tengo que mezclar palabras con balbuceos para no alejarme demasiado de su idioma. Y sé que lo debo estar haciendo bien cuando me sonríe de medio lado, como si fuera un secreto entre nosotros. Ahora estoy ansioso de hacer cosas con él, pero lleva su ritmo y no es probable que en 2024 pueda venirse a coger piedras conmigo. Me dicen, con mucha razón, que debo disfrutar estos momentos tal como son porque no volverán. Ya habrá tiempo para que coja sus primeras piedras, plante sus primeros árboles y lea sus primeros libros.