
Tenía la mitad de años que ahora y estaba a punto de perder los beneficios del carnet joven. También quería hacer mi versión mochilera del Grand Tour aprovechando las vacaciones de verano. Deseaba conocer los países al otro lado del recién caído telón de acero. Me fui solo porque sabía que si tenía que ponerme de acuerdo con alguien nunca lo haría: dar una vuelta a Europa con el Interrail.
Introducción: el tren en España
Hasta los años 90 era muy habitual que las casas de nueva construcción en Murcia (aunque debe ser extensible a otros muchos sitios) tuvieran un salón presidido por un gran mueble aparador adornado con vasos improbables para cubata forrados de piel repujada, o de whisky de grueso vidrio de colores con burbujas. Una mesa grande lacada llena de portarretratos, con la foto de la boda, la de la jura de bandera y recuerdos de bautizos o primeras comuniones. El salón se enseñaba con orgullo a las visitas, cuando las había, y el resto del tiempo permanecía cerrado en penumbra, mientras la vida se hacía en otra parte de la casa. Así es el tren de largo recorrido en España, el salón inútil de una casa murciana, gracias a la gestión política de las últimas décadas.

La metáfora es extravagante, pero resume de manera acertada mis impresiones ante el desmantelamiento de una forma de viajar que siempre me ha gustado. Por ejemplo, en el nombre de la modernidad desaparecieron los trenes nocturnos en España, mientras que, curiosamente, en la «anticuada» Europa los siguen usando. Antes, cuando tenía que ir a Madrid para un solo día, tomaba el tren correo a medianoche en la Estación del Carmen, llegaba a Atocha antes del amanecer y después de un chocolate con porras en El Brillante tenía todo el día por delante. Ahora, en el mejor de los casos, tras un madrugón llegas a Madrid después de las 10:00 AM, en plena pausa para almuerzo de los funcionarios. Eso sí, lo haces en un tren súper-moderno. Tengo otras muchas quejas que podré ampliar en los comentarios, pero no quiero desviarme mucho del tema del post: el interrail.

De niño soñaba con viajar en tren por todo el mundo o mejor dicho, viajar en los trenes de todo el mundo. Seguramente, mis ideas románticas se nutrían tanto de los viajes en tren con mis padres como del cine. Sin ir más lejos, una de mis películas favoritas es El Expreso de Chicago (Silver Streak en su versión original). Cuando me enteré de que «por ser joven» tenía derecho comprar un billete de tren que me permitiría viajar por toda Europa (o una gran parte de ella) comencé a preparar la ruta. Mi idea inicial consistía en hacer un recorrido zigzagueante de norte a sur por países del este de Europa. Finalmente adquirí el billete cubriendo únicamente esa zona para que no fuera tan caro.
En camión hasta Hamburgo
Como el comienzo de mi viaje estaba lejos de la zona de validez de mi billete interrail necesitaba una alternativa al tren para llegar, que se presentó en forma de camión TIR. Desde Murcia se exportan productos agrícolas a toda Europa, así que a través de familia y conocidos me encontraron un chófer dispuesto a llevarme. Salimos de Archena con un frigo medio cargado de limones y paramos en un almacén de Valencia a cargar el resto del espacio disponible con cebollas. Esa noche cenamos en un buffet de Cambrils unos platos combinados fabulosos y dormí por primera vez en la litera que tienen las cabinas de estos camiones que cruzan el continente.

El segundo día lo empleamos cruzando Francia y el tercero por Alemania. El camión se dirigía a Suecia (para ello tomaría un ferry), así que lo que mejor me venía era quedarme en Hamburgo. Realmente, me quedé en una estación de servicio de la autobahn. Nos despedimos y durante el par de horas que pasé agarrando un cartón que tenía escrito Hamburg recordaba las anécdotas de esos tres días que pasé entre los «señores de la carretera». Al final nadie paró y como se hacía de noche decidí caminar. Al cabo de un rato me encontraba cruzando un barrio turco y en la oscuridad de la noche llegué a la estación central de Hamburgo. La mezcla de modernidad y suciedad en esa atmósfera oscura me hacía pensar en Blade Runner. Caminando por el andén encontré un banco libre y me eché a dormir.
Hacia el este
A la mañana siguiente tomé un tren a Berlín (todavía no había llegado a la zona de validez de mi billete interrail). Paseé por la ciudad admirando la liberalidad con la que los jóvenes toman el sol en los parques. Me dije que si volvía por allí algún otro verano haría lo mismo que ellos, pero no he vuelto tantas veces por Alemania y menos en verano. La huella del muro que dividió la ciudad, el país y la vida era todavía bastante apreciable. Cada sitio tiene su canción y aquí hay que escuchar el Heroes de David Bowie. Por otra parte, la contemplación de la Alexanderplatz cantada por Franco Battiato resultó decepcionante.

Tomé un tren a Frankfurt Oder (no confundir con el Frankfurt de las salchichas) y después de merendarme lo último comestible que me quedaba de España crucé la frontera a Polonia. Un tren que iba bastante lleno me dejó por la noche en Varsovia. Los alrededores de la estación no son lo más bonito de la capital polaca, que he tenido la oportunidad de visitar después en más ocasiones. Desde allí destaca el Pałac Kultury i Nauki (Palacio de la Cultura y la Ciencia), regalo de Stalin a la ciudad hecho a imagen y semejanza de la Universidad Lomonosov de Moscú. En la estación compré un cuaderno infantil en que empecé a escribir el relato del viaje.

Estaba cansado y nada me invitaba a quedarme en Varsovia. Se me ocurrió que si tomaba un tren nocturno a cualquier parte podría dormir, que para eso tenía el interrail. La idea la puse en práctica en ese viaje y otros que he hecho posteriormente, siempre con éxito discutible. Paró un tren con destino a Cracovia que debía de ser ideal para mis propósitos, pero iba atestado de gente. Subí con mucha dificultad y pasé las varias horas del viaje en el pasillo en cuclillas, inmóvil y apretado entre la gente. Por la mañana estaba en Cracovia, que parecía un lugar mucho más agradable que Varsovia. En la oficina de información turística me buscaron una habitación de alquiler en una casa familiar donde, por fin, dejé mis cosas y pude pasear por la ciudad sin la pesada mochila.
Dando tumbos por Centroeuropa
Nunca llegué a dormir en Cracovia (ni siquiera la segunda vez que fui). Durante mi paseo me enteré de los horarios de los trenes a Praga y todos eran nocturnos. Si me quedaba en Cracovia perdería un día de viaje. Así que reservé una litera en el tren de medianoche. Hay que decir que el interrail sólo cubre el viaje más económico, de manera que si uno usa litera o viaja en un tren directo debe pagar un suplemento. Ya en el tren, conversé un poco en inglés con mis compañeros de dormitorio rodante antes de dormir.

Me recuerdo llegando a la plaza vieja de Praga (Staromestské námestí) poco después del amanecer y viendo por primera vez el que es, sin duda, uno de los lugares más bellos de Europa. Quería que esa sensación durara siempre y, en cierto modo, mi deseo fue concedido: Praga es la capital Europea que más veces he visitado, excepto Madrid y seguida muy de lejos por París. Un rato después, una marabunta de turistas se repartía por todos los lugares de la ciudad.

Por la noche, otro tren nocturno hacia Viena. Esta vez tratando de dormir sentado junto a los malolientes retretes del extremo del vagón y maldiciendo a los japoneses que olvidaban cerrar la puerta cada vez que lo usaban. Paseando por Viena descubrí que los precios de la capital austriaca estaban fuera mi presupuesto, así que por la tarde llegué a Bratislava, lugar mucho más económico, donde dormí por primera vez en una cama de verdad después de una semana de viaje. A la tarde del día siguiente estaba en Budapest y allí cené en una pizzería con un grupo de españoles que conocí casualmente.

Cárpatos y vampiros
El tren que salía de medianoche de Budapest llegó a la frontera con Rumanía en algún momento de la mañana siguiente. Militares paseaban perros por todas partes buscando no se qué. Un suspicaz agente de aduanas, mirándome a los ojos, levantaba los cojines del compartimento donde pensaba que ocultaba algo. Tras el registro me informa del precio de la visa que pago en alguna divisa que no recuerdo. Me pregunta que si no me importa que me devuelva el cambio en deutsche marks, a lo que respondo afirmativamente. El hombre me dio como medio kilo de monedas de un marco que tardé años en poder cambiar.

A medida que el tren se adentraba en Rumanía, iba llenándose de gente. Los que compartían conmigo el compartimento tenían interés en saber qué motivos habían llevado a un español hasta allí (recordemos que estamos a mediados de los 90) y chapurreando francés tuvimos una conversación entretenida. Gracias a la simpatía mutua, mis compañeros de compartimento me defendieron ante el abuso del revisor que quería cobrarme al margen del interrail. Así, llegué ya al caer la tarde a Brasov. No tenía moneda local y el consejo que me dio la gente fue: habla con la policía. Le pregunté a un policía dónde cambiar moneda y en correctísimo inglés me dijo lo mismo que dicen los cambistas en todo el mundo: ¿cuánto quieres cambiar? El policía me cambió dinero, me proporcionó la tarjeta del hotel de un amigo suyo y hasta me buscó un taxi.

El marcador del táximetro mostraba un crecimiento exponencial disparatado y antes de que superara la cantidad cambiada al policía a leus me bajé. Encontré el hotel donde pasé mi segunda noche, en el viaje, en una cama. Por la mañana fui a Bran a ver el castillo de Drácula y recrearme un poco en Los Cárpatos. Curiosamente, en el castillo había un grupo de españoles con guía y pude aprovecharme de las explicaciones que les daban. Por la tarde, de vuelta en Brasov, tomé otro tren hacia el sur. No tenía muchas ganas de ver la Bucarest de Ceaucescu, así que seguí en el tren hasta la frontera búlgara.
Contubernio a la búlgara
El tramo internacional de ferrocarril entre Rumanía y Bulgaria no estaba electrificado, así que cambiaron a una locomotora diesel. Durante esos kilómetros, que incluyeron un crujiente puente de hierro, los militares iban revisando el tren y los viajeros. Unos soldados intentaban llevarse a una señora llorando por no llevar el pasaporte, pero al poco apareció alguien con un documento extraviado que resultó ser el de la señora. Los soldados la dejaron y ahora lloraba de alegría. Ya en el puesto fronterizo, el funcionario que examina mi pasaporte me dice que para entrar el Bulgaria tengo que pagar 90 dólares ¿Lo tomas o lo dejas? Me deshago del ultimo billete de Benjamin Franklin que me quedaba de Sudamérica y regreso al tren.

El tren a Sofia iba casi vacío, pero en mi compartimento viajaba un matrimonio checo. Tras el breve intercambio de información convenimos apagar la luz e intentar dormir. Al poco aparecen dos vigilantes uniformados del tren revisando con linternas y me indican que les acompañe al extremo del vagón. En un inglés rudimentario me piden el pasaporte y me indican que debo pagar una multa de 100 dólares por haber puesto los pies en el asiento. Me niego y pido hablar con el revisor. Ellos se quedan mi pasaporte y dicen que regresarán después. De vuelta en el compartimento intento explicar a los checos la situación mientras transfiero unas cuantas cosas de la mochila a los bolsillos de mi gabardina pensando que lo mismo tendría que huir sin equipaje…
Al cabo de un cuarto de hora vuelven los vigilantes, que esta vez me llevan a un compartimento vacío. Se sientan enfrente y esgrimiendo unos papeles en cirílico insisten en que debo pagar la multa. Me reitero en mi negativa y en mi deseo de ver a otra autoridad. Ellos me piden que me ponga en pie y me vacíe los bolsillos. Les digo que preferiría hacerlo con la policía delante. El mayor de ellos se lleva la mano a la pistola y me dice «you traficant, empty your pockets now!» (tú traficante, vacíate los bolsillos ya).

No hizo falta que lo pidiera dos veces: saqué lo que llevaba en los bolsillos, incluyendo una pequeña carpeta donde tenía los billetes de los distintos países por los que había pasado (para colección) y entre los que había un billete de 10.000 pesetas para emergencias. Como no vieron los 100 dólares que querían, ni algo que creyeran equivalente, me dijeron «20 deutsche mark “souvenir” and we forget» (20 marcos alemanes “de regalo” y nos olvidamos del asunto). Acepté el trato y me dejaron.

Caminaba intranquilo por Sofia, con la sensación de que podía ser multado por las cosas más inverosímiles o extorsionado en cualquier momento. Pensé que sería una buena idea dormir en el Monasterio de Rila. Tomé un autobús en el que viajaba una pareja francesa con la que entablé conversación. Juntos los tres nos presentamos en la recepción del dormitorio del monasterio (una gran sala con literas). Los franceses se registran primero y llega mi turno. La señora mira mi pasaporte y me dice que no puedo quedarme. Sin salir yo de mi asombro me dice que me falta una tarjeta amarilla que debían haberme dado junto con el visado. En esa tarjeta se registra cada noche que uno pasa en el país (sellada por el hotel o comisaría más cercana). Le explico que no tengo donde quedarme, le pido que me ponga un sello en una hoja de papel con el membrete de Rila y que al día siguiente volvería a Sofia a regularizar mi situación.

Pasé la tarde paseando por Rila y su montaña mientras pensaba si debería ir directamente a la embajada de España a pedir ayuda. Al día siguiente, todos los que esperábamos el autobús a Sofia pasamos como dos horas en la calle hasta que alguien dijo que el vehículo estaba averiado. La solución era ir a Blagoevgrad y desde allí a Sofia. Así hice, pero había pasado mucho tiempo y las esperanzas de poder ver a alguien en la embajada se esfumaban. El autobús me dejó cerca de la estación de tren. Me planté delante del panel indicando las salidas y con ayuda de un mapa localicé un tren que llegaba hasta una localidad fronteriza con Grecia. La otra opción era un tren a Moscú… la decisión estaba clara.
Grecia y el Mediterráneo
Dejé la estación de no recuerdo qué aldea con el sol a punto de ponerse tras las montañas. Pregunté a un señor con unas vacas si iba en la dirección correcta a Grecia y crucé la frontera caminando. Al ver el cartel confirmando que había cambiado de país casi me tiro a besar el suelo como solía hacer Juan Pablo II. Un poco más adelante había un bar y casi sin abrir la boca me dieron unos trozos de pan. Pregunté si entre los camioneros que estaban allí parados alguno me llevaría hasta una ciudad. Uno de ellos se ofreció inmediatamente y esperé a que terminara de cenar. El motivo de tanta amabilidad lo averigüé un rato más tarde cuando paró el camión en una cuneta, encendió una luz roja y se quedó mirándome. El chófer, decepcionado por no poder darle lo que él quería, volvió a arrancar el camión y me dejó en Tesalónica de madrugada.

Al día siguiente en el tren, una señora mayor me va explicando el paisaje en griego. Sólo acierto a entender el momento en el que se refiere al monte Olimpo. La señora me regala unos higos y un tomate. Desde Kalambaka subo caminando hacia Meteora y por el camino me voy comiendo los higos y el tomate. Puedo asegurar que nunca he vuelto a probar nada tan sabroso como aquel tomate. Visito varios monasterios y regreso a la estación. En Atenas me alojo en un hotel económico regentado por un señor amable con el que conversé lo que quedaba de la tarde de aquel día.

Pasé el día viendo Atenas, pero no era el mejor momento para visitar la Acrópolis porque el Partenón estaba totalmente cubierto con andamios. Al día siguiente quería ver un poco el Peloponeso y viajar a Italia, pero una información incorrecta me llevó a preguntar por los barcos al Pireo, donde no gestionan los que operan en Patras. El tren iba tan despacio que podía recrearme en los detalles del canal de Corinto desde ambos lados. Cuando llego a Patras pregunto por los barcos a Italia. El operario señala al puerto donde los humeantes ferries ya habían levado anclas. Desde un parque en una colina donde afloran algunas ruinas milenarias veo los barcos perderse por el horizonte donde se pone el sol. No me moví de allí hasta el amanecer. Al día siguiente, ya no perdí el barco a Bríndisi.
Italia, sin parar
Al principio me pareció una buena idea ir en la cubierta superior para ver el paisaje y luego las estrellas. El humo lleno de carbonilla diesel me hizo bajar al poco rato. Encontré un banco donde echar el saco de dormir. La lluvia provocó la entrada de agua en mi reloj Citizen automático, que desde entonces lleva la corrosión provocada en la esfera como recuerdo de esa travesía. A la mañana siguiente en Bríndisi paso por una lavandería en la que me aseguran que mi ropa estaría seca antes de la salida del tren. No tenía que haberme fiado: rato después en el tren, buscaba la manera de repartir mi ropa empapada de agua en el compartimento en el que viajaba solo, no durante mucho tiempo. Unas paradas más tarde, una atractiva chica pregunta por la ventana (que iba abierta) si hay sitio. Le digo que sí, por supuesto. Ella hace una señal y aparece una tropa de gente que empieza a echar sus maletas por la ventana ante mi sorpresa, o decepción.

Eran albaneses, un poco brutos pero buena gente. Compartieron conmigo sus pollos asados y su botellas de vodka, pero tuve que recoger mi ropa mojada. Al día siguiente, en Milán cogí otro tren hacia Suiza. Por la mañana estaba en un agradable pueblecito alpino. Como hacía una mañana soleada, puse mi ropa, todavía húmeda (mayormente calcetines y gayumbos), alrededor de mi mochila y fui a una fuente pública a asearme un poco. Un rato después, avisado por uno o varios de los simpáticos habitantes, apareció un coche de la polizei con las sirenas sonando y me detuvo el tiempo necesario para comprobar que Matías Raja no estaba en busca y captura. Después de eso regresé a Milán.
El regreso
Desde Milán salí hacia Francia. Ya no tenía privilegios interrail en ninguno de los países. No pude tomar un tren directo a España, pero enlazando trenes regionales pude llegar a Cerbère, el último pueblo francés antes de la frontera. Era casi medianoche y la estación estaba llena de gente que no había podido pasar a España porque no habría más trenes hasta la mañana siguiente. Ante el panorama, pregunto a qué distancia está Portbou (España) y me dicen que apenas 7 km. Ni me lo pienso. Hice ese recorrido gustosamente caminando en la oscuridad de la carretera, de vez en cuando rota por el resplandor de algún relámpago. La estación de tren de Portbou estaba vacía, pero el bar abierto. Así pude darme un gusto antes de irme a dormir a uno de los bancos.

No había tenido problemas con saber qué tren tomar en ningún país hasta llegar a la estación de Sants. Afortunadamente el tren en España funciona tan mal que un regional llega antes a Tarragona que un Intercity que sale a la misma hora desde Barcelona. Aquel día por la noche estaba de vuelta en casa con mis padres. Había perdido 5 kg pero había ganado mucho más en vivencias.
Epílogo
El límite de edad para adquirir el interrail desapareció en 1998. No he vuelto a usarlo, pero siempre que he podido he tomado trenes nocturnos a cualquier parte y paseado ciudades de madrugada. He vuelto a muchos de los sitios que menciono en el post en circunstancias muy diferentes y más cómodas en general. Ya no hace falta llevar un mapa desplegable de Europa para ubicarse.
Es una experiencia única, valiente porque aquellos años la situación politico/ militar era complicada…..y tú lo vistes desde dentro. Magnifico artículo, todo lo que tocas te superas, mates, piedras, literatura, cine, somos hombres del renacimiento en el siglo XXI.
Muchas gracias Daniel… se hace lo que se puede 😉
Dije que iba a ampliar las quejas sobre el ferrocarril en España aprovechando esta sección de comentarios. Ahí va…
En otros países siguen manteniendo distintos tipos de trenes de acuerdo a presupuesto y circunstancias del viajero: hay trenes de alta velocidad cómodos y caros; hay trenes baratos que paran en todas partes y puedes echar una bici, por ejemplo; y hay trenes nocturnos para que duermas mientras viajas y no al llegar a tu destino. En España, en la larga distancia, han dejado solamente los primeros.
La desaparición de los trenes nocturnos ha provocado el cierre de las estaciones por la noche. Me enteré de esto una vez que llegué a Barajas después de medianoche y quise ir a dormir a Chamartín porque no tenía sentido buscar un hotel para apenas 5 horas.
Ahora, con nuestros fabulosos trenes modernos, es muy fácil quedarte sin billete días antes del viaje. Eso no pasaba con los «antiguos» coches de compartimentos, porque podían añadir los vagones que hiciera falta.
Para acabar, cuando llegas de un vuelo internacional a Barajas puedes llevar en el equipaje facturado ciertos «items» que después no puedes subir al tren sencillamente porque en un tren moderno no existe el equipaje facturado.
Insisto que no es sólo una cuestión «romántica»: han vendido al público una supuesta modernización del ferrocarril que lo que hace realmente es dejarte sin opciones.